Los lobos infames





Pezuñas, aullidos, rechinar de caninos y molares, 
baldosas frías, el vidrio chocando contra el vidrio.
El infierno en diapositivas. La muerte, que era destino,
muda la piel a deseo. Creo que es mi cuerpo el que devoran.
No estoy segura. Hace un rato traspasé las paredes de esta
realidad macabra, dejando atrás a los lobos. Aquí no tengo 
miedo. Mi cuerpo llora, tiembla, se encoge con cada zarpazo
y colmillo. Pero no soy yo. No puedo serlo. Mi conciencia 
sublevada, por rebeldía o custodia, ha creado un dulce
y frágil letargo. Putos perros desalmados, consentidos y
alimentados con odio y desprecio en perreras públicas.
Creo que ya se van. Oigo el deslizar victorioso de uñas 
por el suelo. Parece que han ganado. Han dejado jirones
de tela marchita, mi piel violeta y un salto de aguja en
los giros de un vinilo. Me han tatuado un julio de claveles
negros, una muesca en el recuerdo níveo de mi vida y semillas
preñadas de culpa.

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