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La visita

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Plantado, barba al pecho y vetusto sombrero, en un sillón roñoso que perdió en veranos sus colores. Mirada al frente, no a la pared, no a la ventana. Mirada al frente. Buscando más que un cristal cementerio de lluvia. En la mano izquierda, una colilla exhausta seguida de una cola de ceniza que se mantiene con entereza pegada al filtro. En la derecha, un viejo rosario oxidado y borracho de rezos a dioses sordos. De vez en cuando, desvía la mirada ligeramente a la derecha, tanteando un reloj del que sólo recibe balas; confesor y custodio de pecados cosidos a surcos en su dura piel. La visita se retrasa. Y cada golpe de viento en la puerta enciende en sus ojos grises el anhelo de una parca desmemoriada.

Los lobos infames

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Pezuñas, aullidos, rechinar de caninos y molares,  baldosas frías, el vidrio chocando contra el vidrio. El infierno en diapositivas. La muerte, que era destino, muda la piel a deseo. Creo que es mi cuerpo el que devoran. No estoy segura. Hace un rato traspasé las paredes de esta realidad macabra, dejando atrás a los lobos. Aquí no tengo  miedo. Mi cuerpo llora, tiembla, se encoge con cada zarpazo y colmillo. Pero no soy yo. No puedo serlo. Mi conciencia  sublevada, por rebeldía o custodia, ha creado un dulce y frágil letargo. Putos perros desalmados, consentidos y alimentados con odio y desprecio en perreras públicas. Creo que ya se van. Oigo el deslizar victorioso de uñas  por el suelo. Parece que han ganado. Han dejado jirones de tela marchita, mi piel violeta y un salto de aguja en los giros de un vinilo. Me han tatuado un julio de claveles negros, una muesca en el recuerdo níveo de mi vida y semillas preñadas de culpa.

La bestia te trae

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Sentado frente al televisor macera una idea. Mirando sin ver, oyendo sin escuchar. Las paredes, sillas, mesas y cuadros se transforman en meros objetos ornamentales de su existencia. Su cuerpo también lo es. Encadenando un cigarro tras otro, convierte  el humo en miedo. Una bestia, sin esqueleto ni forma definida, se siente atraída por el  golpeo continuo y agitado de sus pies en el suelo. Se ha convertido en presa creyéndose  presa. Miedo en estado líquido recorre su frente. La bestia empieza a construir por el tejado.  La enfrenta con más nicotina. Ésta le agarra por el cuello, dejándolo sin aire.  Intenta levantarse, pero tiene una estampida de elefantes en el pecho, tempestad en la cabeza y  escarcha en los ojos. Intenta gritar, pero le ha quitado la voz. Intenta huir, pero le ha robado  el cuerpo. Sólo le queda asumir el triste final ante la mirada burlesca de su asesino. La impotencia y culpabilidad son una parte más del mobiliario. Llega la rendición y con ella